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Revista Colombia Médica
Universidad del Valle - Facultad de Salud
ISSN: 0120-8322 EISSN: 1657-9534
Vol. 36, Num. 6, 2005, pp. 271-274
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Revista Colombia Médica, Vol. 36, No. 4, Oct-Dec, 2005, pp. 271-274
Escepticemia:
una condición
deseable
"Escepticemia" a desirable
condition
Alvaro Bustos, M.D.*
*Profesor Asociado, Departamento de Pediatría, Programa
de Medicina, Facultad de Ciencias de la Salud, Universidad del
Sinú,
Montería, Colombia. e-mail: abustos53@yahoo.com
Recibido para publicación enero 6, 2004
Aprobado para
publicación octubre 26, 2005
Code Number: rc05064
Escepticemia: Trastorno raro y, en general, de baja infectividad.
La educación recibida en las facultades de medicina puede llegar a
conferir inmunidad de por vida
frente al mismo" (1)
RESUMEN
En tono de ensayo, el autor advierte sobre los diversos riesgos que implica
la publicación de
artículos médicos y da ejemplos de cómo es posible que la
investigación clínica se desvíe de sus objetivos si no se
desarrolla bajo la lupa del escepticismo,
una condición necesaria para evitar el error y aproximarse a la verdad,
aunque ésta sea provisoria. El artículo critica el autoritarismo
en medicina, la deshumanización
médica y la aplicación sesgada de los principios de la medicina
basada en la evidencia.
Palabras clave: Escepticemia; Medicina basada en evidencias;
Ensayos
clínicos; Meta-análisis; Deshumanización.
SUMMARY
In an essay manner, the author warns about the numerous risks that entail
publishing medical articles and gives example of how clinical investigation
turns away from its main targets if not developed under the watchful eyes of
skepticism which is a crucial condition in order to avoid mistakes and come
closer to the truth as possible, even though this legitimacy is temporary.
The article argues with authoritarianism in medicine, dehumanized medical practices
and the short sighted practice of taking principles from medicine based on
evidence.
Key words: Skepticism; Medicine based on evidence; Clinical
assays; Meta-analysis; Dehumanization.
Antes del siglo XVI, la ciencia era apenas un estrambote de la cultura. El
conocimiento objetivo, fundado en la
verificación y el análisis, daba pasos balbucientes, y
el embrión de la Scienza Nouva apenas comenzaba a mostrar signos de vida.
Dos libros, uno de Andrea Vesalio (De humani corporis
fabrica), y otro de Nicolás Copérnico (De revolutionibus orbium
coelestium), cambiaron la concepción que
se tenía del hombre y del universo, y desataron al pasar un denso conflicto
ideológico con los rezagos medievales de la
tradición aristotélico-tomista que habían sobrevivido al
envite del Renacimiento (2). Hoy la ciencia, venturosamente, ya no es un simple
apéndice de la cultura: es parte fundamental de ella, y tal vez uno de
sus pilotes
fundamentales.
Pero no todo el color de la rosa es
homogéneo. La confusión persiste, y en plena era del conocimiento
el hombre sigue en la búsqueda de respuestas totales y absolutas a su
tránsito vital, unas veces al darle a la ciencia un poder mayor del que
formalmente tiene, y en otras ocasiones cuando se entrega a una fe irracional
que lo lleva por
caminos extraviados, a veces ahítos de violencia y dogmatismo. El origen
del mal se halla, sin ir muy lejos, en la desmedida
inclinación que se tiene de resguardar las perplejidades y estupefacciones
a la sombra de autoridades sabihondas o
proféticas, que por el simple hecho de serlo todo lo inundan y avasallan
mediante sus pregones y sentencias. Con resignada
distracción se olvida, por lo demás, lo que alguna vez dijo Bertolt
Brecht en el sentido de que el principal objetivo de la ciencia no consiste en
abrir una puerta a la sabiduría
infinita sino en poner unos límites al error infinito.
Una de las actividades profesionales más vulnerables a la influencia
del autoritarismo intelectual es la
medicina. Con más frecuencia de lo admisible, en el campo
médico refulgen verdades establecidas con base en estudios insuficientes
o en verdad inválidos, pero que se quedan por largo tiempo como arquetipos
del bien pensar y del bien hacer, sin que nadie se atreva a refutarlas en virtud
de que parecen inmutables
por la nobleza de su origen o por su repetición
sistemática. Para remediar este yerro, un grupo de
epidemiólogos de la Universidad de MacMaster, en Ontario,
Canadá (3), forjaron una estrategia de análisis
crítico de la literatura médica que implica el aprendizaje de los
distintos diseños de investigación
clínica, su pertinencia, validez y utilidad en cada caso o circunstancia,
y la cabal interpretación de sus datos y resultados. La Medicina basada
en la evidencia, hija predilecta de aquella estrategia, constituye hoy el portaestandarte
de lo que se ha
dado en llamar la ciencia del arte de la medicina, un instrumento
de exploración que se alimenta de la bioestadística, la experiencia
del médico, las expectativas del enfermo y la lectura de trabajos bien
diseñados y bien conducidos, libres
de desvíos metodológicos y de conclusiones
improbables.
Pero la medicina basada en la evidencia, si no se usan las bridas apropiadas,
podría llegar a convertirse en
una nueva liturgia. Su práctica a rajatabla, si ello fuera
posible, paralizaría el ejercicio de la profesión
médica y nos devolvería a una situación en la
que el médico, una vez más, quedaría embrujado
por la información conjetural (toda información de
origen científico es conjetural por naturaleza) o por el temor a pretermitir
los nuevos paradigmas, aunque estos no sean más que esplendentes y seductoras
luces de bengala. El problema mayor
consistiría en que hiciera carrera la idea de que las cuestiones de la
medicina nada tienen que ver con los intereses culturales o industriales, y que
el derroche de imaginación del que hacen gala muchos investigadores es
un camino siempre despejado y seguro, inviolable a las asechanzas del sofisma
y el
desatino. El aforismo de Eisntein: En las ciencias la
imaginación es más importante que el conocimiento, no parece surtir
en todo momento efectos benéficos en el terreno
de la investigación clínica, como ahora se verá.
El doctor Silas Weil Mitchell fue un
prestigioso neurólogo de Filadelfia que ejerció entre los siglos
XIX y XX. Aquella era una época de machismo desaforado, y muchas mujeres,
víctimas de la congoja y el
estrés, buscaban ayuda en manos de médicos famosos. El doctor Silas,
prevalido de su esclarecida reputación,
elaboró un estudio para demostrar que la cura de reposo, un descanso
en ambientes bucólicos sin pensar y sin leer, apaciguaba las turbulencias
emocionales de la mujer. El reposo
servía y sirve, desde luego, pero las conclusiones del estudio son falsas
en cuanto que una de las condiciones del éxito del tratamiento, la ausencia
de actividad intelectual, es benéfica porque, presumiblemente, tal actividad
sería dañina
para el género femenino (4). Hace unos años, entre 1996 y 1999,
en Inglaterra realizaron una investigación que
pretendió demostrar que antes del advenimiento de los
teléfonos celulares los jóvenes fumaban más,
hipótesis que, en principio, luce descabellada, ya que a
priori hay allí una asociación sin pies ni cabeza (5). Otros trabajos,
también aparecidos en revistas internacionales de renombre, han pretendido
relacionar las alergias infantiles con la edad de la menarquia de la madre, y
la esquizofrenia con la fecha del nacimiento, de tal suerte que a mayor precocidad
menstrual mayor
riesgo de asma y dermatitis atópica en la descendencia, mientras que los
nacidos en febrero y marzo estarían expuestos a un mayor peligro de desarrollar
psicosis ebefrénica o
paranoide (6,7). Estas son, a toda luz, búsquedas torpes de asociaciones
absurdas o erróneas, producto de una
imaginación desbordada o del vanidoso rito que se
apropió de las universidades norteamericanas y europeas desde mediados
del siglo pasado: publicar o morir. Frente a estas deplorables realidades de
la literatura médica, el
escepticismo y su sucedáneo, la escepticemia, adquieren un
precio impagable.
Nature y Science son dos revistas de la
máxima credibilidad internacional y ningún investigador de fuste
se negaría a publicar en ellas. Pero la autoridad,
tanto moral como científica, a veces se resquebraja por
pequeños o grandes desaciertos que sólo corroboran la fragilidad
de toda obra humana. Nature, por ejemplo, rechazó en su momento los trabajos
de Hans Krebs sobre el ciclo del ácido cítrico, de H. C. Urey sobre
el hidrógeno
pesado y de Enrico Fermi sobre la desintegración de las
partículas beta (8). El rechazo, en sí, no
habría tenido hondas repercusiones si Krebs, Urey y Fermi no hubieran
ganado posteriormente el premio Nobel en razón de esos mismos descubrimientos.
Science, por su parte, desestimó la comunicación en la que Rosalyn
Yallow describía por
vez primera los principios del radioinmunoanálisis, un
método que después fue aceptado como útil en muchos hospitales
del mundo (9). Si en estos casos, entonces, hubiese prevalecido el criterio autoritario
de las revistas en
cuestión, importantes aportes al conocimiento habrían quedado a
la deriva durante un tiempo desconocido, imposible de cuantificar en sus penosas
consecuencias.
Por los días que corren, los
meta-análisis se han convertido en opciones de última hora para
resolver las dudas que estudios específicos no han podido elucidar. Bajo
frondosa enramada, llena de sofisticados
procedimientos matemáticos, un conjunto de evidencias poco fiables aspiran
a adquirir un cariz convincente. La técnica consiste a menudo en asumir
que meras sospechas o argumentos
débiles poseen alguna fuerza demostrativa cuando se consideran en conjunto.
Pero lo cierto es que un conjunto de evidencias poco fiables sigue siendo poco
fiable. Ahora bien, si es necesario recurrir a innumerables estudios para demostrar
una diferencia, la
diferencia real debe ser minúscula y, por tanto, no debe tener mayor trascendencia.
La necesidad de buscarle explicaciones a todo, como si los linderos de la ciencia
fueran inagotables, ha llevado a
los médicos y a sus pacientes a confundir los términos
de asociación y causa. Aunque una asociación parezca perfecta,
nunca es posible demostrar, al basarse exclusivamente en ella, la existencia
de un vínculo causal. No todo el que fuma
muere de cáncer pulmonar, ni todo aquel que se expone al bacilo tuberculoso
adquiere la enfermedad, pues una causa necesaria no siempre es una causa suficiente
(1).
Como se trata de la medicina basada en la evidencia, el objetivo parece afincarse
en lo que se descubre y prueba, y no en lo que se descarta o niega. En este
punto es preciso recordar que son los resultados discordantes los que permiten
avanzar hacia un mejor conocimiento, en especial al manejar asuntos de alguna
complejidad, como los que se derivan de la relación entre la enfermedad
y el enfermo. En apoyo a esta tesis vino como anillo al dedo, con toda su fuerza
epistemológica, el muchas veces citado Karl Popper, para quien la ciencia
sólo está en capacidad de descubrir el error y no la verdad,
ya que ésta
posee una estructura de barrunto, eminentemente provisional.
La repetición insensible y
acrítica de verdades establecidas por la tradición es otro de los
puntos débiles de la literatura médica. A
Hipócrates le han atribuido por centurias la
descripción del cólico saturnino, y al respecto no existen siquiera
indicios (10). Otro tanto ocurre con las espinacas que tanta fama le han conferido
a Popeye. A este vegetal le adjudican un alto contenido de hierro que de hecho
no posee. Ocurrió que al publicar el trabajo correspondiente, durante
la impresión
del mismo alguien corrió la coma de los decimales, y las espinacas, inocentes
del pecado, aparecieron con una carga
férrica que no les corresponde (11). Otro aspecto muy en boga es el de
los apóstoles de la vida sana, loable
propósito que se divulga a través de los medios masivos
de comunicación y que desemboca en algunas neurosis colectivas, porque
no es lo mismo hablarle de los riesgos al enfermo que al que nada siente ni padece.
Aunque es obvio que el riesgo
relativo, valga el ejemplo, constituye un índice de la
asociación entre un presunto marcador de alarma y una enfermedad, nada
tiene que ver con la probabilidad de que un individuo padezca indefectiblemente
esa enfermedad. Lo que no parece prudente es que se someta a los ciudadanos a
pagar anticipadamente el
precio de sus imperfecciones, aunque éstas sean veniales.
Más humano y científico, si se quiere, sería establecer
que para vivir a plenitud es necesario que se mantenga un cierto equilibrio entre
los riesgos que son razonables y los que no
lo son. Una preocupación mórbida por evitar la muerte y el estado
de incertidumbre que origina el miedo, pueden llegar a disminuir la calidad de
vida de los individuos (1).
Los ensayos clínicos controlados son,
sin duda, los diseños más confiables y sólidos
en el área de la investigación clínica. El inconveniente
consiste en que no siempre es fácil ni posible hacerlos de manera rigurosa.
Ya es legendaria la anécdota divulgada por Sir Arthur Bradford Hill, que
llevó a terminar
con anticipación uno de ellos: Doctor, ¿por qué me ha cambiado
las píldoras?, preguntó la paciente sometida a un estudio aleatorio,
prospectivo y doble ciego. ¿Qué le hace pensar tal cosa?, le replicó el
investigador. Pues porque cuando las tiraba al retrete la semana pasada flotaban,
y esta semana se hunden (12).
El epidemiólogo Alvan Feinstein sostuvo que algunas de las principales
enfermedades intelectuales de la
literatura médica moderna derivan de la utilización inapropiada
de la significación estadística. En efecto, se da por sentado que
aquello que no es estadísticamente significativo no tiene valor en la
práctica médica, lo que, por lo menos es un principio incorrecto.
La significación
estadística es un concepto probabilístico (la probabilidad de refutar
una hipótesis nula cuando ella es cierta) que no debe asimilarse al criterio
de la importancia
clínica. El valor de p nada tiene que ver con la magnitud de una diferencia
medida. Sabido es que grandes diferencias a favor de un medicamento se pueden
demostrar con pocos pacientes, pero si para demostrar los beneficios de un tratamiento
es indispensable recurrir
a un número muy grande de pacientes, es casi seguro que el tratamiento
será dudoso y al final quizá no tenga
importancia práctica alguna.
Con frecuencia en el campo de la medicina se abusa del concepto de la experiencia.
Aunque la experiencia es invaluable cuando se trata de recordar episodios concretos
con
pacientes del pasado, la obcecación en tratar de ver todo el tiempo las
cosas como ya fueron vistas una vez, limitan en forma indebida el horizonte del
diagnóstico diferencial. En ocasiones la llamada experiencia no significa
más que los
errores recurrentes que se cometen cada vez con mayor
convicción, y en todo caso la experiencia personal sólo debe complementar,
jamás sustituir, a las buenas lecturas, a
la buena calidad de la información y a los buenos experimentos
(1).
Una de las características deshumanizadas de la medicina actual es
que tiende a preocuparse por curar lo que es curable a expensas de olvidarse
de lo que es
incurable. En este contexto no debe extrañar la
proliferación de prácticas alternativas que, aparte de su bajo
costo, constituyen un tributo al poder no suficientemente conocido del efecto
placebo, cuya acción está dirigida a reducir los componentes subjetivos
de las dolencias humanas. Quiere esto decir que la medicina, que se nutre de
informaciones
científicas, no es en sí misma una ciencia, pues ésta cultiva
lo problemático y dudoso mientras
aquélla tiene como función prístina la de
aliviar el sufrimiento. La ciencia no puede ser buena o mala,
decía el neurofisiólogo C. S. Sherrington, sino
sólo falsa o verdadera. Esto puede ser cierto, en gracia de
discusión, y de ello se deduce que una de las propiedades de la ciencia
consiste en buscar la verdad sin parar mientes en sus
consecuencias. De ahí que la ciencia sea compatible con la
herejía y que ella y la moral religiosa no hayan hecho nunca buenas migas.
En efecto, cuando Copérnico y Galileo echaron por tierra los mitos del
cosmos medieval, la física y la
astronomía se robustecieron mientras que la dogmática
católica entró en crisis. Pero con la medicina el
asunto es diferente. Ésta no es una ciencia en un sentido estricto, como
arriba se dijo, y posee una dimensión moral que la ciencia no tiene. El
ser humano, que es el fin último de
los estudios médicos, es el único sujeto de valores morales que
existe. Esa criatura, que le teme al dolor y a la muerte, no puede ser vista
con la frialdad con que se mira un objeto
inanimado.
Frente a la información
científica, pues, es indispensable inculcarle a los profesionales de la
salud el valor del escepticismo, ese
bisturí que está en capacidad de librar a la gente del
cúmulo de tejidos muertos que en las mentes sugestionables
forman el autoengaño y algunas creencias sin
fundamento.
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